Las migraciones son un fenómeno tan viejo como la misma humanidad, pero en algunas épocas, como la que nos toca vivir, motivan un sinfín de posicionamientos; políticos e institucionales. También generan preocupaciones en el tejido social donde, con harta frecuencia, la identidad y la cultura no son otra cosa que el alimento de ideologías y polémicas públicas. En este sentido, el tan traído discurso de la multiculturalidad o el de la interculturalidad, han contribuido, en múltiples ocasiones, a crear etiquetas que sólo sirven para clasificar y categorizar socialmente a los recién llegados con el título de inmigrantes.
Ante las dificultades para afrontar este reto surgen fácilmente fundamentalismos y grandes verdades excluyentes, no sólo basándose en ciertas religiones cada vez más presentes en Europa, sino también en las que se sustentan en las instituciones religiosas más arraigadas históricamente. En todas ellas se da el fundamentalismo o rigidez interpretativa, el integrismo, el clericalismo y en algunas la teocracia. Todas ellas a su vez han sido responsables de sustentar el sistema ideacional/cosmogónico que ha fundamentado y justificado una sociedad clasista y patriarcal, productora y reproductora de un sistema de vida que antepone el triunfo personal y la competitividad a la colaboración, cooperación y a la solidaridad.
Para no entrar en debates lingüísticos, entre los términos laico, laicismo y laicidad, tan frecuentes en estos tiempos, que sólo sirven para desviar el foco de atención hacia las palabras, retirándolo (con frecuencia de manera interesada) del problema real, definiremos “estado laico” como aquel que no profesa ni privilegia ninguna religión; que no se pronuncia en materia religiosa y no favorece ningún credo. Este estado laico, defiende la sana convivencia de las creencias religiosas en su territorio pero no se identifica con ninguna; enmarca la religiosidad en el ámbito de lo privado, dejando libertad de practicar –o no practicar- una u otra creencia sin mostrarse hostil con ninguna de ellas.
La Laicidad no es la mera separación entre Estado y Religión, ni la que preconizan actualmente los lobbys religiosos. Para nosotros, la laicidad ha de ser contemplada como condición indispensable para hacer posible el concepto de ciudadanía plena, frente al concepto de súbdito que se encuentra oculto en las trampas identitarias tendidas por el neoliberalismo y la irracionalidad de tradiciones obscurantistas que no consideran la condición humana como premisa básica de la ciudadanía.
La laicidad está basada en la razón y en una manera de estar en el mundo, que implica libertad de pensamiento y libertad de acción frente a cualquier autoritarismo, dogma o creencia impuesta. Es sinónimo de libertad, tolerancia y progreso.
El estado laico debe garantizar, como factor de cohesión de la sociedad, una protección social, un sistema de salud pública, un sistema público y laico de educación, una legislación no confesional, unos ceremoniales civiles desvinculados de connotaciones religiosas (funerales de estado, tomas de posesión de autoridades, ceremonias conmemorativas, etc.)
Nadie es responsable de haber nacido en uno u otro país, de hecho, no existe ningún argumento que permita excluir a los inmigrantes de los derechos amparados por la Constitución: el sufragio, la educación, la sanidad... Por lo tanto, hay que concluir, que los derechos no son “algo” susceptible de ser conseguido, sino que son consustanciales al propio ser humano, simplemente hay que cumplirlos, porque son inherentes a la condición de ciudadano en el marco de un estado democrático.
La tolerancia activa, que se desprende del marco de la laicidad es, precisamente, la condición que ha de posibilitar la convivencia en la diversidad de una sociedad cada vez más plural, en la que las opciones han de poder desarrollarse en el marco que respete “todos los derechos para todas las personas”.
El papel de una educación laica consiste, precisamente, en incorporar un nuevo concepto de ciudadanía emancipada, e esencia de la propia sociedad plural y abierta, en donde ciudadanía y convivencia son los fundamentos de una educación que está al servicio de la autonomía y de la libertad de todos los ciudadanos. Desde este punto de vista, se entiende que la educación pueda interpretarse no sólo desde una perspectiva académica sino también formativa, en la que se propugnan unos valores éticos que contribuyen a la formación integral de cada persona. Educación e integración son valores directamente relacionados con los principios de laicidad y de igualdad.
Son éstos los planteamientos desde los que consideramos la necesidad de entender como base indispensable de inclusión:
* LA CIUDADANÍA PLENA PARA TODAS LAS PERSONAS QUE RESIDEN EN UN PAÍS.
* UN SISTEMA NETAMENTE LAICO
* UN ESPACIO PÚBLICO SECULAR
Barcelona, 9 de mayo de 2009
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