Visto aquí.
Algunos de los debates más tensos y de las confrontaciones más agresivas con los que nos enfrentamos hoy en el mundo –igual que ayer- no son fruto exclusiva y necesariamente de la mala fe de unos o de otros, no son tampoco efecto –exclusivo- de la estupidez en la que en un momento o en otro todos estamos expuestos a caer, sino que son el resultado predecible de diferentes presupuestos y creencias en las que unos y otros estamos más o menos instalados. Desde Dilthey y su Introducción a las Ciencias de la Cultura, 1914 llamamos a estos presupuestos generales Cosmovisiones (Weltanschauung).
La postmodernidad, la Ilustración, y la Modernidad surgida de ella pensaron, con cierto optimismo, que a partir de la consagración del pensamiento científico seríamos capaces de articular definitivamente una especie de Cosmovisión de referencia universal, no cerrada, quizá provisional pero sí suficientemente evidente, duradera y estable que nos permitiría al menos una convivencia razonable más allá de las múltiples diferencias que a pesar de todo nos diferenciarían en razón de la cultura tradicional, las religiones, las lenguas particulares…Esa Cosmovisión universal sería la Civilización humana, que admitiría en su seno diferencias culturales relativas, pero nunca del mismo rango que aquella. En cierto modo ese ideal de una Civilización Humana ha sido puesto en cuestión –inconscientemente- cuando hablamos de Alianza de Civilizaciones. Deberíamos mejor hablar de Diálogo de Culturas.
Esa Cosmovisión general que en ámbito del conocimiento científico-técnico se ha impuesto sin discusión, no se ha articulado del mismo modo en el ámbito jurídico-socio-político, y este ámbito podría identificarse en cierto modo con lo que John Rawls denomina “Consenso superpuesto” que sería algo así como una forma de razón ética pública específica enfocada a organizar las bases de una convivencia cooperativa, a partir del reconocimiento de las profundas divisiones producidas por nuestras diferencias “razonables” en materias religiosas, políticas y valorativas.
Este consenso superpuesto, esta razón pública no sería sólo un inestable modus vivendi, una tregua en busca de la hegemonía de “los nuestros” sino que tendría un contenido ético aunque fuera de mínimos, y sería en todo caso incompatible con la hegemonía de una sola concepción política determinada, incluso del propio liberalismo que propugna Rawls. En cierto modo la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 aspira a definir ese “consenso superpuesto” universal.
La campaña de los obispos católicos contra la ampliación de la ley del aborto, o las chocantes declaraciones de Benedicto XVI en África despreciando el valor del preservativo como profiláctico eficaz contra la propagación del sida, o los intermitentes conflictos que surgen aquí y allá en relación con la pretensión de determinados grupos musulmanes de aplicar la sharía y sus fatwas en Europa nos colocan ante la evidencia de que algunas cosmovisiones religiosas, rígidamente definidas como “infalibles”, por lo tanto no-negociables, no se limitan a propugnar una ética privada y particular –a lo que tienen pleno derecho- sino que aspiran a conformar una razón pública no disponible sino obligatoria para todos, aunque por definición esa razón no sea evidente, ni siquiera en muchos caso inteligible al margen de la asunción de una Revelación determinada, que se hace así obligatoria y coactiva. Creo que a esto último no tienen derecho.
La crítica de la postmodernidad a la Ilustración ha permitido a los viejos enemigos de la Ilustración la esperanza de una revancha histórica que de alguna manera nos retrotrajera a una nueva Edad Media de Moros y Cristianos, de Ortodoxias y Heterodoxias, de Arcanos inescrutables y Anatemas inapelables.
La Ilustración se puede definir, no sólo como una época, sino como una actividad, como una tarea, y no como algo ya dado o acabado, son exactas, a mi juicio las palabras de Reyes Mate: "Gracias a su capacidad autocrítica, la Ilustración es algo mas que un episodio histórico con fechas y lugares: es un movimiento o la cultura crítica, por excelencia, de la emancipación".
Desde luego la Ilustración parte de ese punto de decisión, de arranque: el "sapere aude!" de Kant, la voluntad de no someterse, de no renunciar al propio entendimiento y a sus riesgos. Pero una vez dado ese salto, la Ilustración NO ha concluido, sigue abierta, es siempre un proceso, algo que está "in fieri" que puede y debe revisar sus propios logros y fracasos pero que no puede renunciar a su vocación esclarecedora y crítica, a la búsqueda de una conciencia autónoma y a una sociedad ordenada equitativamente.
Si por un lado es cierto que no podemos ser hoy ilustrados de peluca y paletó, olvidando los desvaríos y horrores de las Ideocracias Modernas –Auswitzch, GULAG, Hiroshima, el Colonialismo, Chernobil…- no es menos cierto que no tiene razón ni sentido pretender la reinstauración de una especie de Neo-Sacro Romano Imperio Germanico o de un Neo-Califato como si nada hubiéramos aprendido desde el siglo XVI.
Todos estamos obligados a un ejercicio de “humildad” intelectual y a reconocer las limitaciones de nuestras certezas. Ni envueltos en túnicas doradas, con grandes gorros mitraicos, o con vistosas túnicas azafran, o brillantes turbantes, ni uniformados con impecables batas blancas, o con severas togas negras, ni amparados por las banderas del Progresismo o elevados sobre los púlpitos de la Tradición o de las ondas herzianas podemos presumir de lo que no sabemos con certeza sino sólo de lo que paciente y humildemente hemos ido construyendo “sine ira et studio” a sabiendas de que nuestros conocimientos están siempre sometidos a refutación.
Tenemos derecho a nuestras propias convicciones personales fruto de nuestra experiencia, y a una ética de máximos fundada en esas convicciones, pero una convicción existencial por muy viva que sea no vale como una demostración ni es vinculante sino para quien la profesa. Lo que se discute en el ámbito de la ley civil, lo que ha de regular las relaciones interpersonales de todos tendrá que definirse a la vista de todos y con argumentos asequibles a todos.
Pretender atajar la pandemia del sida en África predicando la ética sexual de la castidad y de la fidelidad matrimonial es como pretender definir una política criminal de lucha contra la delincuencia organizada aplicando el consejo evangélico de “poner la otra mejilla”. No son niveles de discurso del mismo rango y no es bueno ni responsable mezclar las cosas.
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